miércoles, 16 de julio de 2025

LA PLACITA DE LOS LECHEROS (DIAGONAL TUCUMÁN, SARGENTO. CABRAL Y JUNCAL, MARTÍNEZ).

Por Marcela Fugardo


Esta pequeña plazuela o “placita”, conocida popularmente como “la placita de los Lecheros", es portadora de una memoria identitaria barrial, asociada a un hecho concreto de la vida social y económica de la localidad de Martínez: el haber funcionado en su exiguo triángulo, en la década de 1940, como una parada para los proveedores de leche, que estacionaban sus carros en ese punto y cumplían las operaciones de distribución desde allí: “a la madrugada llegaban camiones de la Usina Santa Elena y de ULYT –Unión de lecheros y tamberos– y descargaban cientos de canastos de alambre con botellas de leche, y rodeando la placita había un montón de carros a caballos de lecheros, todos los de Martínez que no eran pocos” (testimonio del Sr. Coco Santarcieri). Es decir, cargaban allí su leche y salían a repartir casa por casa todos los días de la semana.

Sin duda, existen en la actualidad, vecinos y vecinas que han sido testigos de esta presencia en el lugar y para quienes el sitio adquiere un significado afectivo, unido a sus vivencias personales, como a las vivencias de otros residentes en el barrio en aquellos años.

En algún momento, los lecheros tuvieron que cambiar su sitio de aprovisionamiento porque la empresa de Obras Sanitarias de la Nación necesitó aquel lugar para realizar una perforación de 90 metros de profundidad para la extracción de agua potable, y su distribución en la zona (dispositivo hoy reemplazado y desafectado). 

Los trabajos recientes pusieron a la vista el recinto de la máquina de bombeo, y se puede observar que, en algún momento, fue demolido y "cegado" con materiales, lo cual, lamentablemente, nos ha privado de un testimonio material-espacial interesante del llamado “patrimonio de la infraestructura de servicio, que es parte del más amplio espectro del Patrimonio industrial local.


Por otra parte, mediante la Ordenanza Municipal N.° 5765 del 3 de septiembre de 1982, se impuso a esta plazoleta el nombre de “Francisco Romero”, llamado “El filósofo de Martínez”. Esta iniciativa surgió del entonces Delegado de Martínez, impulsada por la notabilidad de la figura del vecino Francisco Romero, cuyo último domicilio fue la calle Eduardo Costa n.º 2660. Sin embargo, este nombre nunca figuró en la cartelería urbana ni en el conocimiento de los vecinos. 

Ello amerita que, ante cualquier operación de señalética que se concrete en el sitio, sea conveniente aunar ambos nombres sin excluir ninguno de ellos: el oficial de la Ordenanza, con el popular de los usos tradicionales.

En cualquier caso, la plazuela logra unir las dos vertientes del Patrimonio, al dar soporte material o espacial a ciertas maniobras de un oficio de antaño y a un modo de consumo que también se ha modificado, que se activan en la memoria inmaterial de quienes lo evoquen.

De ahí que la recuperación del nombre “de los Lecheros” para ese enclave sea, sin duda, un modo de resignificación del lugar, capaz de provocar apropiaciones afectivas locales, toda vez que el sitio es inconfundible y no encuentra réplica en otra plaza del distrito.

A ello se une también, la recuperación de la memoria de Francisco Romero, vecino de Martínez, cuyo homenaje no pasó de la letra impresa en la norma municipal.

Como señalé antes, el nombre Plazoleta “Francisco Romero” (antigua placita de los lecheros), vendría a cubrir las dos vertientes de memoria toponímica: la memoria barrial que atribuye sentidos identitarios al lugar, y la memoria pretendida por la Ordenanza que impone el nombre del vecino Francisco Romero.

Mi especial agradecimiento a la Asociación del Recuerdo de Martínez por la información acerca de la historia de la placita de los lecheros, compilada oportunamente por el Sr. Coco Santarcieri.


La Placita de los Lecheros
Martínez, año 1940
Por Coco Santarcieri
Vecino de Martínez

Todavía puedo oler el aroma tibio de la leche recién embotellada cuando cierro los ojos y dejo que la memoria me lleve a aquellos días. Era 1940, y yo tenía apenas seis años. Cada mañana, al caminar hacia la Escuela N.º 9 con la cartuchera de madera bajo el brazo, pasaba por la plazoleta en la intersección de Diagonal Tucumán, Sargento Cabral y Juncal, esa que todos conocíamos como la placita de los lecheros.

Allí, antes que el sol asomara del todo, ya se escuchaba el trajín. Camiones de la Usina Santa Elena y de la ULYT —la Unión de Lecheros y Tamberos— llegaban como un ejército puntual. Desde sus cajas descargaban canastos de alambre llenos de botellas de vidrio, donde la leche brillaba blanca como la luna. Alrededor, aguardaban los carros a caballo de los lecheros, en su mayoría hombres de Martínez, que no eran pocos. Cargaban su ración y se lanzaban a la ciudad, a repartir casa por casa, sin descanso, siete días a la semana.

Era un ritual, un pequeño mundo en sí mismo. Cada quien sabía su parte, y nosotros, los chicos, los mirábamos con una mezcla de admiración y costumbre. ¿Quién no conocía al menos a dos o tres lecheros? Eran parte del paisaje, como los árboles de la plaza o los faroles de hierro forjado.

Pero un día, de repente, la placita cambió. Apareció un cerco alto y cerrado. Ya no estaban los lecheros. En su lugar, se alzaba una torre metálica que parecía un esqueleto de gigante: una máquina perforadora de Obras Sanitarias de la Nación. Habían venido a hacer un pozo profundo para extraer agua potable. A veces, la torre desaparecía por semanas, y luego volvía, como si siguiera buscando algo en las entrañas de la tierra. La última vez que pregunté, me dijeron que el pozo llegaba a los 90 metros. Noventa metros de misterio bajo nuestros pies.

Los lecheros no desaparecieron, claro. Solo se mudaron. Se instalaron en un galpón que don José Viñas tenía desocupado, en la esquina de General Pirán y Luis Sáenz Peña —justo donde nací—. A veces el ruido de los carros o de las botellas chocando nos despertaba antes del alba, pero nadie se quejaba. Era el sonido del trabajo, y en aquellos tiempos, trabajar no era molesto: era vivir.

Con el tiempo, la torre también se fue. Obras Sanitarias fue privatizada, se interrumpió la extracción de agua, y se tapó el pozo. Cerraron la bajada con su escalera, y la tapa cuadrada en el centro de la placita —que todos los días los hombres del cloro abrían para controlar los niveles—, también desapareció. Yo recuerdo mirar adentro y ver las paredes azulejadas, limpias, frías, como un pozo de secretos.

El 3 de septiembre de 1982, el municipio decidió bautizar ese lugar con el nombre de “Francisco Romero”, el filósofo de Martínez. Prometieron ponerlo en valor, instalar un grupo escultórico. Pero como tantas promesas, se evaporó en el aire. Y ahí está aún nuestra placita de los lecheros, callada, esperando.

A veces paso por ahí, ya de viejo. Y si me detengo un momento, me parece escuchar el sonido de un caballo pisando el adoquín, el tintineo de botellas de vidrio y la voz de algún lechero saludando con un “¡buen día!” que atraviesa los años.

Y entonces sé que la memoria, como el agua y la leche, siempre encuentra una forma de volver a la superficie.











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